“Pero como este guión es de terror, si da miedo funciona”, o “Pero como es un guión de comedia disparatada, si te ríes funciona”. He escrito las frases anteriores más de una vez, refiriéndome a guiones heterodoxos, para a continuación decir si había pasado miedo o si me había reído leyendo. El problema es que mi experiencia es UNA experiencia, y tiene un valor minúsculo para los guionistas, salvo que su target sea gente como yo, y, claro, yo es que soy súper especial, inclasificable, única. Y por la perplejidad que me invade cuando entro en las redes sociales, últimamente me he debido de volver rara de cojones. Si el único criterio para juzgar o mejorar un guión es “que la peña se ría” o “que la peña se asuste”, me veo poco capacitada para ayudar como story editor. Debería haber lectores que fueran como el pueblo ese de Estados Unidos, que cuando votan, votan exactamente como votará todo el país. Así, habría la seguridad de que si Fulanita se ha reído con el guión, a España le va a parecer graciosa la película. O ni siquiera, porque a veces una cosa y otra se parecen poquito. Una vez estrenada la película, a veces su guión es como para un post de Maldita Hemeroteca. “Yo me he reído” por parte de un lector tiene, al menos, una cierta modestia. “Yo no, pero la señora de Cuenca se va a reír” es más atrevido, pero si hay estudios sociológicos por medio, o comparaciones con otras películas, pues amén. Lo de “este chiste no tiene gracia” es tan arrogante como “un marciano nunca diría eso”. Los analistas podemos juzgar un montón de cosas pero si solo se trata de adivinar “si le gustará a la gente”, mejor dar nuestra humilde opinión sabiendo que, a quien nos ha encargado el informe, nuestra opinión podría importarle un bledo. En mi caso, no solo podría sino que sería lo mejor. Ojalá fuera una analista como el pueblo americano ese. Ojalá al menos pudiera explicarme por qué a la gente le gusta esa comedia descacharrante y no esa otra, o por qué esa peli de terror triunfa y aquella otra no la ve ni su equipo técnico. Ojalá pensara que tiene algo que ver con su guión. |
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Gracias a Josiah Bartlett (para mí y los demás amigos, Jed) descubrí eso de Post hoc ergo procter hoc: decir que algo es causa de otra cosa, simplemente porque ocurrió antes. En Cuéntalo bien hablaba de atribuir el suspenso del niño a que hubiera jugado el día anterior a la Play Station, por ejemplo, cuando igual era que la profe le tenía manía. Pero no sabía que se llamara así porque aún no había conocido a Jed. Los que trabajamos en ficción solemos inventarnos los porqués, y eso está muy bien. Y cuanto más simple la causa, cuanto más solita esté, mejor funciona. Nos la inventamos porque podemos. Eso sí, el placer –o la tranquilidad- que da ese mundo esforzadamente ordenado de las historias se encuentra pocas veces en la realidad. Pero el ser humano, yonki de sentido, sigue buscando ese placer. Sigue buscando causas simples y únicas de lo que le ocurre (“No ligo porque he engordado una barbaridad”) o de lo que ocurre (“El acoso mediático le llevó al suicidio”). Y cuando se cree las causas que se ha inventado, va y se pone a dieta, o instaura la censura, o cualquier otra cosa. Más que buscar la verdad, lo que intentamos al preguntarnos un porqué es narrar una buena historia y que la gente se la crea. Las conspiraciones molan más que las casualidades, los arcos de transformación molan más que la ciclotimia, y como problema, los kilos son más solucionables que un carácter endemoniado. Personalmente, me he propuesto reservar los post hocs, e incluso la indagación sobre las causas de lo que ocurre, para mi trabajo de consultora de guión. En cuanto a la vida, confío en el guionista y estoy segura de que atará todos los cabos antes de terminar la película. Confío en que al final todo estará bien. |
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¿Sabes cuando en una conversación vas a decir algo, coges aire, y luego decides que mejor no y exhalas? Me pasa todo el tiempo en Twitter, cuando leo cualquier cosa de cualquier tema de actualidad. El otro día lo hice hashtag: #EnTwitterNoDebato, y creo que voy a usarlo con frecuencia. En 140 caracteres no hay espacio para matices ni argumentos complejos, y además el personal está ahí con el colmillo afilado, dispuesto a lanzarse contra cualquier tweet que le huela a enemigo, y a mí me da pereza pelearme. Como no dejo de decir en cualquier radio que quiera entrevistarnos a cuenta de El verano de nunca acabar, las redes sociales han dado alas a la polarización. Si te suena la idea es porque también lo dice Soto Ivars, que creo que va a más radios. Así que en twitter ya no debato porque creo que no sirve de nada, y lo que estoy planteándome ahora es si en algún sitio sirve de algo debatir. A ver, que a todos nos gusta un buen espectáculo con su conflicto, su alfa y su bajoperro; a todos nos gusta ver a nuestro paladín darse de leches con el paladín del otro. Pero el nuestro no dejará de ser nuestro porque pierda el debate. De hecho, nunca pensaremos que lo ha perdido. La coña en el libro era “Prueba la modalidad cara a cara, debatiendo con un visitante del otro bando; o la modalidad cuerpo a cuerpo (según el reglamento de la Federación Española de Kickboxing). El cara a cara incluye una encuesta online que te declara ganador del debate por abrumadora mayoría.” No sé, quizá presenciar un debate –argumentos de un lado y de otro, y la fotogenia de quien los expone- te haga cambiar de opinión, si es sobre un tema que no te importa mucho. Viendo las reacciones que suscitan en otros las palabras “nacimiento parcial”, o que suscita en mí “heteropatriarcado”, creo que sobre lo fundamental nunca se cambia de opinión. Y aunque lo primero que te sale es pensar que el otro está tonto, y que no le furula el cerebro, acabo de descubrir que lo que pasa es que le furula divinamente. En su libro “El enigma de la Razón”, Hugo Mercier y Dan Sperber exponen que la ventaja del ser humano sobre otras especies es su capacidad para cooperar. Y la cooperación es difícil de implantar y aún más difícil de mantener, porque lo que nos sale a todos del alma es hacer cada uno la guerra por su cuenta. El cerebro evolucionó no para resolver problemas abstractos, ni para sacar conclusiones de datos nuevos, sino para lidiar con los problemas de vivir en grupos colaborativos: “El razonamiento es una adaptación a los nichos hipersociales a los que los humanos han evolucionado”. Por ejemplo, el “sesgo de confirmación”: la tendencia a agarrarte (me agarro a la quinta enmienda) a la información que apoya tus creencias, y desestimar la que la contradice. Un experimento en Stanford dio dos estudios estadísticos sobre la pena de muerte –uno a favor, otro en contra- a dos grupos de estudiantes: uno a favor y otro en contra. Los estudios, inventados, presentaban estadísticas inventadas y diseñadas de forma que tuvieran la misma pinta de creíbles. Resulta que los que estaban a favor de la pena de muerte calificaron los datos anti pena de muerte de poco convincentes, y los que estaban en contra pensaron también que el estudio que daba datos a favor era poco convincente. Al final del experimento, los estudiantes tenían que confirmar su postura y –sorpresa- en ambos casos habían reafirmado y extremado su postura inicial. Otros estudiosos, Jack y Sara Gorman, dicen que este sesgo de confirmación hasta puede tener un componente fisiológico: experimentamos un pico de dopamina cuando procesamos información que apoya nuestras creencias. Mercer y Sperber usan el término “sesgo de mi-bando”. Cuando a los humanos se les presenta el argumento de otro son muy buenos detectando su punto débil, pero en cambio están ciegos a las debilidades del propio. Ellos lo achacan a que para nuestros antepasados lo más importante era que no te dieran por saco, metafóricamente, otros miembros del clan (y que te mandaran a cazar mamuts mientras ellos se quedaban, tan panchos, en la cueva). Lo bueno no era tanto razonar sino ganar en las discusiones. Pero, claro, no tenían que lidiar con decisiones sobre la pena de muerte, ni manejarse con estudios inventados ni noticias falsas. Ni twitter. Sigo fusilando el artículo del New Yorker. Sloman y Fernbach, otros científicos que imagino respetables, publicaron “La ilusión del conocimiento: por qué nunca pensamos solos”. Hicieron otro experimento en Yale: pidieron a los estudiantes que calificaran su conocimiento acerca de cosas cotidianas como el funcionamiento de un retrete. Todo el mundo se consideró un experto. La segunda parte del experimento era detallar, paso a paso, cómo funcionaba un retrete. Y fue entonces cuando descubrieron que no tenían ni puñetera idea. Sloman y Fernbach lo llaman “la ilusión de profundidad explicativa”: creemos que sabemos mucho más de lo que sabemos. Lo que nos permite mantener esta creencia es otra gente: llevamos fiándonos de los demás desde que descubrimos cómo cazar mamuts en grupo. Alguien ha diseñado un retrete, pues estará bien diseñado. Colaboramos tan bien que no sabemos dónde acaba nuestro conocimiento y dónde empieza el de los demás. A medida que se crearon nuevas herramientas, aparecieron nuevos espacios para la ignorancia: si todo el mundo hubiera querido saber los principios de la metalurgia antes de coger un cuchillo, mal. Así que esta ilusión de profundidad explicativa tuvo su punto, en su momento. “En general, las convicciones muy firmes no surgen de un conocimiento profundo”, escriben Sloman y Fernbach. Y aquí, nuestra dependencia de otras mentes refuerza el problema. Si tu opinión sobre algo no tiene ninguna base y yo confío en ella, entonces mi opinión tampoco tiene ninguna base. Y si convencemos a un tercero, su opinión tampoco la tiene, pero ahora que somos tres ya estamos mucho más sobrados con nuestra postura. Si descartamos como “poco convincente” cualquier opinión contraria, lo que tienes es la Administración Trump, dice Elizabeth Kolbert en el artículo, aunque yo creo que también es aplicable a cualquier grupo humano cerril, que ya he dicho que en twitter lo parecen todos. Sloman y Fernbach ven en esto un rayo de esperanza, pero yo lo veo de difícil aplicación: fuera de un experimento científico, a ver cómo consigues que alguien pase un rato intentando explicarte honestamente y sin ánimo de convencerte las repercusiones de una iniciativa política, y acabe dándose cuenta de que no lo tiene tan claro como cree. El problema no es que pensemos distinto. El problema no es que haya dos Españas, si las hay. Ochoas y Santamarías, izquierda caviar y derecha ultramontana, porcícolas y calabaceros, los de Alhorín del Cerro y los de Meneos de Muñón. El problema es que, por sus ideas, sean incapaces no ya de tenerse cariño sino de convivir. Las redes sociales son el peor lugar del mundo para querer a la gente que no piensa como tú. Volvamos a los bares y las calles, a matar el rato juntos en las plazoletas, volvamos a hacer la mili. Volvamos a la Uno y el UHF como mucho, a hacer cola en las mismas tiendas del barrio y a viajar en horas punta en el mismo autobús. Vamos a rozarnos, porque arden las redes y de esta mala leche generalizada no nos salvará el cerebro. Nos salvará, si eso, el corazón. |
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Siempre que alguien se burla de los Segers y McKees y de sus manuales súper ventas cuando no han escrito ni un guión bueno, pongo cara de póker y escurro el bulto, porque no me gusta polemizar. La cantidad de veces que me habrán preguntado que por qué no escribo, ya que tengo el desparpajo de asesorar a los que sí… Suelo contestar que lo que más me gusta es mi trabajo de story editor, y que posiblemente mi credibilidad se resentiría si fuera una mala guionista; o una buena guionista de películas románticas cuando estuviera trabajando en un proyecto de terror, o viceversa. Por ejemplo: “Esto no se entiende”. “Tú qué vas a entender, pedazo de cursi, si ya vi tu truño de peli y lo explicas todo catorce veces”. Pero, en realidad, podría dar otras explicaciones. Que aún no he encontrado la historia que me muera por contar (respuesta idealista), o que sí que he co-escrito algún encargo porque co escribir encargos no es lo mismo, (respuesta conservadora), o que sufriría demasiado si fuera la responsable de algo con lo que me identifico hasta las cachas, y lo pusieran a caldo sin piedad -respuesta sincera pero que denota cobardía. Y debería ser menos cobarde, porque con “Cuéntalo bien”, la cosa más mía hasta la fecha, he sido muy feliz: sus detractores fueron educados en sus críticas, y sus partidarios fueron encantadores. Así que ya está. La suerte está echada. En diez días sale una novela, que es la historia que me moría por contar; y que he escrito a cuatro manos con la sin par Montse Ganges, con quien firmo como Margarita Melgar. Somos 100% responsables del resultado, con el que no puedo sentirme más identificada. Y aunque tiene muchas papeletas para que la pongan a caldo porque reparte leña en todas direcciones, España, el libro y yo somos así, señora. A partir del 1 de febrero, de la editorial Harper Collins, EL VERANO DE NUNCA ACABAR. |
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He estado tres semanas en Cuba, dando unas clases en la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños y luego en el Festival de la Habana. Internet iba muy malamente. He estado sin facebook ni twitter ni prensa digital ni memes por whatsapp. Ayer estaba tan contenta en La Habana y hoy se me está virando el humor. Será el jetlag, o el frío, o que echo de menos a los nuevos y viejos amigos que se han quedado allá. O será lo de haber vuelto a mi potentísimo wifi. Ay, si yo tuviera fuerza de voluntad qué fumadora más feliz sería. |
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Pasé medio agosto a orillas del lago de Pátzcuaro, en México. El pueblito se llamaba Tzintzuntzan, que significa “lugar de colibríes”. En el antiguo convento, junto a las ruinas de pirámides prehispánicas, nos reuníamos a hablar de historias. De contrabando, fugas veraniegas, burros enamorados, inmigrantes, mineros, adolescentes, timos. Las cristaleras de mi casa daban a un jardín exuberante con estatuas de caracolas y por las tardes, hacia las seis, me sentaba con mis anfitriones a tomar una copa en el mirador sobre el lago. Fue un hermoso taller de guión… |
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Lo que cuesta ponerse en la piel del antagonista, o del malo de la peli. Leo, de gente que escribe, que su malo es un paleto mafioso movido por el miedo, cuya provecta edad encima le imposibilita para tomar una decisión lógica y razonable desde su punto de vista y circunstancias, y no digamos ya para experimentar el famoso arco de transformación. Así que el malo debe morir al final para que se haga justicia. Hay veces que un malo de tebeo –digo tebeo porque seguro que en el mundo del cómic, que desconozco totalmente, hay malos sofisticados- le viene muy bien al guionista porque le ahorra trabajo: “¿Por qué tu malo hace esto aquí?” “Porque es un hijo de puta y punto”. |
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Desde hace poco circula por las redes sociales esta charla TED, que describe el cerebro de un procrastinador. |
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"Las descripciones y los personajes de Turguéniev no apuntan a nada que no sea a sí mismos, no son parte de una serie más amplia de acontecimientos y, así, está por determinar su relación con todo salvo con el tiempo y el espacio, que son la base misma de nuestra experiencia en el mundo. Esta máxima autenticidad, esta proximidad con lo real, se sacrifica en las novelas en favor de la forma en sí, para que sea posible transmitir algo esencial respecto a una relación particular, o respecto a secuencias de acontecimientos, o patrones psicológicos o estructuras sociales". |
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Cuando estudiaba la carrera de periodismo, vi ya en primero que jamás podría ser periodista: si no me enteraba del nombre del rector, de qué me iba a enterar yo de nada para poder contárselo a la gente. La actualidad me importaba poco, y seguirla no se me daba bien. Por eso decidí que tenía que trabajar en algo que disfrutara y me saliera natural, algo que tuviera que ver con mis hobbies. Descartando ser profesional del mus, me quedaba la ficción: me gustaba #1 ver películas y #2 leer. Y en un seminario de producción audiovisual –yo me apuntaba a casi todos los seminarios-, oí que allí en Los Ángeles había gente que vivía de leer películas. Y pensé que eso era lo mío. |
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